De nuevo, recordar es vivir.
Faltaban dos o tres semanas para que llegara el primer partido de Eliminatoria rumbo al Mundial de Catar 2022. Ya se tenía la lista de los convocados. Los programas deportivos discutían si era razonable jugar los partidos por la situación que se estaba viviendo en Europa. Algunos decían que se podía jugar con los futbolistas de las ligas locales. Y mientras que escribo recuerdo que Falcao empieza las Eliminatorias con 34 años, si se cumple el objetivo él llegará con 36 a Catar. Es decir, puede ser su «último baile» con la Selección. Porque para el 2026 ya tendría 40. Muchachos y Don Carlos, háganlo por él. El ‘Tigre’ se merece su mejor «último baile».
Hace ocho, o cuatro años -el que usted tenga presente- la fiesta era monumental. El que salía a las cinco de la mañana a trabajar veía desde esa hora a 20 de cada 10 colombianos con la amarilla puesta. Adidas, “abidas”, “abibas”, “ardidas” -incluso, alguno que otro sólo con las tres rayitas en horizontal-, se podía leer y ver en el lado derecho del pecho; pero eso era lo de menos, todos teníamos la camiseta puesta. El colombiano esperaba el bus en el andén. Y ese frío característico de Bogotá, a las 5:30 de la mañana, pasaba a ser un calor impresionante que lo hacía sentir en Barranquilla. El bus se demoraba en pasar pero a nadie le importaba, todos solo querían que llegara la hora del partido. Al fin pasó y el colombiano llegó 20 minutos tarde a su trabajo, el jefe no lo regañó. ¿La razón? ¡Juega la Selección! ¿Cómo es que se va a dañar un día poniéndole un memorando a alguien?
La pareja que salía de su casa le indicaba al taxista que iban para el aeropuerto. El conductor, mirándolos por el espejo, les sonreía. “¿Y hoy cuánto queda el partido?” les decía. La universitaria se levantaba supremamente contenta, a pesar de que ese día tuviera un parcial del cual dependía su semestre y no hubiera estudiado. Ella se alistaba, se ponía la amarilla y salía. El profesor les regalaba cuatro de las cinco preguntas, además de que les permitía sacar los apuntes. ¡Todo porque la Selección juega! Mientras tanto, en el colegio, ese día los niños se creían James, Falcao y Cuadrado, más que cualquier otro día.
Llegaba el mediodía. Los noticieros, a pesar que el partido fuera las cinco de la tarde, ya comenzaban con la previa. La persona que toda su vida había sido la más anti-fútbol, ese día era la más hincha. El tono de la radio hacía sentir la frescura, el aire caliente, el mar y la arena de “Barranquiiiia”.
El más positivo tomaba un taxi rumbo al aeropuerto cuando faltaban cuatro horas para la patada inicial. “¿Y ya tiene boleta?” preguntaba el taxista. “No, hermano. Voy a conseguirla allá en el estadio. Si no, veo el partido por ahí en alguna tiendita. Igual me devuelvo por la madrugada, no pierdo nada.” Mientras tanto el conductor le iba contando cómo formaría el equipo.
El piloto, antes de levantar vuelo, entre otras cosas decía “Nos dirigimos rumbo a Barranquilla, hora aproximada de aterrizaje 3:20 de la tarde.” y cerraba “Hoy ganamos mi Selección”. La cabina de pasajeros, que parecían una manada entre líderes del Tour de Francia, peces cirujanos, Lilioceris lilii, Tordos treinta o Betta splendens -por aquello de camisetas amarillas, azules y rojas-, se levantaban en una algarabía.
El vuelo llegaba a su destino, no había tiempo para bañarse por el sudor. La mayoría se dirigía al “Metro” y los restantes al hotel donde estaban los jugadores. El optimista iba llegando al estadio y desde varias cuadras antes veía esquinas repletas de camisetas y banderas de Colombia. “Ey, panita. ¿Estás buscando boletica? Te la vendo mi hermano, 700.000 barrita’. Ahí baratica pa’ ti.” le ofrecían.
Al periodista que estaba a las afueras del estadio lo hacían bailar, le echaban maicena, cantaban con él. Los jugadores llegaban, una montonera se iba encima de ellos para por lo menos verlos.
Y adentro, en el estadio, el calor insoportable era lo de menos. Sonaba la música, comenzaba la ola, las personas cantaban y sudaban. La persona que no era colombiana se le notaba desde más o menos el Amazonas, no estaba contenta como los demás, no se abrazaba con desconocidos como los demás, no compartía trago como lo hacían los demás.
Ya faltaba poco para que empezara el partido, los minutos se hacían eternos; y el colombiano que había llegado tarde a su trabajo tenía el descaro de pedirle a su jefe permiso para ir a ver el encuentro. ¿Y por qué no podía? ¡Si es que juega la Selección! El profesor terminaba su clase hora y media antes ¡porque juega la Selección! El pasajero tacaño le regalaba las vueltas al taxista ¡porque juega la Selección! El conductor de la ruta del colegio que era amargado y que le gustaba el silencio, ese día ponía a todo volumen el himno ¡porque juega la Selección!
No importaba si Colombia ganaba, empataba o perdía, los 90 minutos eran una fiesta envidiable. El partido terminaba y la historia era siempre la misma: ir a terminar la borrachera, lanzar maicena y ¡celébralo curramba!
Hoy la historia es completamente distinta. Muchas personas prefieren seguir quedándose en casa y ver el partido allí; otros prefieren ir a verlo con amigos o familiares; y otros, muy pocos, irán a algún bar. El Metropolitano estará vacío -y que triste es escribirlo, escucharlo, leerlo e imaginarlo-. Bueno, estarán los jugadores, cuerpos técnicos y uno que otro periodista, pero no habrá ola, ni trago, ni maicena, ni himno a grito herido por los espectadores. Y no sabemos por cuánto tiempo.
Ya, lo único que queda por decir. ¡Estamos contentos, estamos felices! ¡Vuelve nuestra Selección! Pero por favor, cuídese. Yo sé que si todos ponemos nuestro granito de arena, vamos a volver rápidamente a todo lo que teníamos antes; en cuanto al fútbol: volver al estadio, vivir la previa a unas cuadras o en el hotel de concentración, acompañar al equipo, festejar como queramos. Cuídese y cuidemos a los nuestros, que hoy todos nos cuidamos para mañana poder celebrar sin que no falte ninguno.